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jueves, 21 de octubre de 2010

ISRAEL, UNA CUESTIÓN DE LEALTAD.

El dilema de los árabes-israelíes
Representan el 20% de la población pero sienten que son tratados, a pesar del desarrollo económico, como "ciudadanos de segunda".
Israel es tal vez el país más complejo del mundo. Suele creerse que es la patria de millones de judíos, pero en su territorio viven cientos de miles de personas que profesan otras creencias. Ahí tenemos a los cristianos, concentrados mayormente en Nazaret, a los drusos –especie de pueblo místico y misterioso– y, en especial, a los árabes musulmanes.
Sí, aunque no lo crea. Se puede ser árabe y musulmán y ser considerado israelí. De nacionalidad israelí, pero no judío, el que profesa la religión de Abraham, Isaac y Jacob. Las estadísticas oficiales revelan que hay más de 1.2 millones de árabes israelíes, la mayoría descendientes de las pocas miles de familias árabes que se negaron a abandonar sus casas en la guerra de 1948.
De la noche a la mañana ellos vieron sus vidas cambiar de tal forma que los traumas históricos no han cicatrizado. Todavía siguen ahí sangrando, causando dolor y resentimiento. Por ejemplo, si antes eran mayoría demográfica, con un sentido cultural y religioso determinado, tras la guerra, que provocó la partición de la Palestina británica, ellos se volvieron una minoría indeseada.
Pueblos, villas, aldeas árabes musulmanes, casi todas pobres, quedaron en minoría frente al empuje de grandes asentamientos judíos prósperos y con la moral alta tras las victorias militares. Familias enteras quedaron separadas y la división geográfica también supuso una división cultural.

DISCONFORMES CON LA NUEVA REALIDAD
A partir de 1948 ya no eran más árabes o palestinos. La ley los convertía en israelíes con todos sus derechos garantizados, pero ellos siempre mostraron su disconformidad con un Estado que, pese a ser la democracia más desarrollada del Medio Oriente, mantiene ciertas preferencias con un grupo religioso y étnico: los judíos.
A fines de la década de los cuarenta era normal y hasta saludable la protección de los judíos. Ellos habían sido asesinados en masa por el III Reich y seis millones fueron a parar a campos de concentración y reducidos a cenizas (el Holocausto, la Shoah). Era lógico pensar en un Estado que los protegiera y amparara.

Los distintos gobiernos israelíes dieron beneficios a los sobrevivientes y se hizo un llamado internacional a los judíos del mundo –que continúa hasta hoy– para que vuelvan a casa, a eretz Israel, la tierra de Israel, en una de las olas migratorias más importantes del siglo XX.
Pero esta acogida también supuso problemas para los árabes, cristianos y musulmanes, que se quedaron a integrar el nuevo Estado. Un Estado con el que no se sentían identificados y que, por el contrario, se sentían excluidos culturalmente. Bastaba ver la bandera israelí, con la estrella de David, o el himno nacional, Hatikva –La Esperanza–, verdaderos íconos judíos al que tenían que rendir honores.
Hay que dejar en claro que dentro del Estado de Israel, los árabes han disfrutado de un desarrollo económico y político único en la región, pero este salto no ha sido trasladado al plano social. Judíos y árabes israelíes se desconfían mutuamente. Los árabes en Israel son vistos como trabajadores de mano barata, dedicados a las labores de servicio –las mujeres- y construcción –los hombres–- Ambos forman grupos diferentes, no se mezclan. Son como el agua y el aceite.

A excepción de algunos centros, los niños árabes e israelíes asisten a escuelas distintas. El idioma los separa, la religión los separa, hasta la historia que se cuentan en sus libros los separan. ¿Cómo podría reaccionar un pequeño árabe cuando se dice que sus hermanos de sangre y cultura en Egipto, Jordania, Siria o el Líbano son siempre los malos?, ¿no podrían los judíos haber tenido también una pizca de responsabilidad en una guerra que traumatizó a sus padres o a sus abuelos?
Hay denuncias de que a los árabes se les prohíbe o se les pone trabas para construir casas en poblados de mayoría judía –casi el 90% del país–, por lo que tienen que ubicarse en los mismos y paupérrimos bolsones árabes. ¿Acaso ellos no tienen también derechos de soñar?, se preguntan algunos.
La situación ha hecho que la comunidad árabe israelí desarrolle una actitud muy crítica contra las autoridades y el mismo Estado israelí. Algunos piden, desde una vía democrática, cambios para una mayor igualdad, como la creación de símbolos nacionales con los que se puedan identificar.

Mientras otros, presas del fanatismo religioso o nacional apoyan a grupos que, desde la perspectiva “palestina”, piden la destrucción del país llamado Israel, a través de una continua conspiración del terror.
Ha sido este temor de las autoridades judías de estar sembrado la semilla del terror “dentro de casa” que el grupo del ultraderechista canciller Avigdor Lieberman, Israel Beitenu, ha propuesto estos días una enmienda de ley para que aquellos que deseen nacionalizarse israelíes realicen un juramento de lealtad al “Estado judío” y democrático.
La noticia no ha caído en gracias para los árabes israelíes que ven ese juramento una muestra más de discriminación por parte de un Estado que distingue creencias, credos, etnias, en vez de asegurar la igualdad de todos sus conciudadanos.

Ser hoy un israelí diferente –no judío– es cosa seria y preocupante.

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